Aquella noche

>> viernes, 27 de agosto de 2010

- ¿Recuerdas aquella noche cuando miramos al horizonte oscuro y decidimos que nuestro destino lo escribiríamos nosotros mismos y no las estrellas?
- No… no soy capaz de recordar nada ahora mismo.
- No te preocupes. No es importante.

Miró lleno de rabia el cuerpo postrado de la mujer a la que había amado los últimos cincuenta años. Tenía ganas de golpearla. Estaba terriblemente enfadado por no poder recordar junto a él todo lo que había pasado juntos. Cada instante único de una vida en común. Las esquinas de la habitación se le habían quedado pequeñas en sus constantes paseos. Las lágrimas ya no salían y dejaban paso únicamente a unos ridículos gimoteos compulsivos que acababan con sus nudillos entre los dientes. Hundió su cabeza sobre el cuerpo tendido de una manera tan dulce que la impotencia que sentía se perdió en la más absoluta desesperanza.

La idea de acabar con el sufrimiento de Estela le martilleaba. Ella siempre le había repetido una y otra vez que no quería permanecer en la cama de un hospital sin saber quién era, sufriendo sin ningún sentido y atormentando a los que estuviesen a su lado. Un cuerpo inerte sin alma. Sin embargo, por más que trataba de convencerse no encontraba el valor para darle una dosis mortal de algún sedante. Ya casi nunca estaba consciente, y las pocas veces que lo estaba tenía la cabeza perdida. No podía estar sufriendo. El juicio le había abandonado. Trataba de convencerse y se esperanzaba con que en algún momento recuperase la consciencia y le dijese qué debía hacer.

La enferma entró en la habitación y él se incorporó. Despeinado la miró y observó sin mucho interés como tomaba del carrito de las medicinas la dosis que su esposa debía recibir. Cuatro veces al día. Durante los últimos seis meses. Siempre la misma pregunta. Pura rutina. Él aprovecharía para bajar a la cafetería, comprar un periódico, estirar las piernas y regresar para afrontar una noche más.

Algunas veces, cuando volvía de su paseo, imaginaba que al salir del ascensor un montón de médicos y enfermeras corrían a la habitación en la que se encontraba su mujer. Unas veces imaginaba que le decían que fuese corriendo, su esposaba había sufrido una súbita mejoría y había recuperado la consciencia. Le estaba llamando. Otras veces únicamente imaginaba su paso lento hacia la habitación con el sonido de fondo del pitido que indica la parada del corazón.

Aquella noche, una más, cuando regresaba a la habitación no sucedió nada. La calma permanecía y él se desesperaba a medida que se acercaba. La enfermera, conocedora de sus costumbres, le había dejado la silla junto a la cama. Antes de sentarse miró a Estela, la acarició y besó su frente. Ella le miró y sonrió y le dijo:

- El cielo estaba forrado de estrellas. Bebíamos un vino barato que compraste en aquel pueblo de pescadores. De pronto te levantaste con la copa en la mano… creo que estábamos muy cerca de la orilla en aquella playa. Tus pies se hundían en la arena mojada. Me pediste que te acompañase. Al levantarme pisé mi vestido y tropecé. Fui hasta ti. Entonces lo preguntaste, ‘¿quieres pasar el resto de tu vida conmigo?’. Y yo te pregunté qué harías para que así sucediese. Entonces fue cuando juraste que nuestro destino lo escribiríamos juntos…

Una de esas molestas máquinas de control de las constantes vitales sonó. Llevaba días emitiendo un pitido arbitrariamente al que los médicos no parecían darle mayor importancia. Frotó sus ojos y de manera instintiva trató de secar unas lágrimas que no se desprendían. Estiró sus músculos, se levantó y miró a su alrededor. Debían ser las cuatro de la mañana. Todo estaba en calma. Su mujer dormía.

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