Entre la tormenta de arena

>> martes, 16 de junio de 2009

El viento agitaba el polvo que días atrás se había posado sobre las rocas. El cielo cuajaba en un azul turquesa amenazante de tormenta. Nadie la habría visto venir si aquél rayo no hubiera avisado y el trueno que lo perseguía no hubiera sido tan torpe de delatar su posición. Y todos allí, los treinta y nueve, esperando a que él viniera.

Cargados hasta los dientes de bolsas de tela anudadas con un cordel por su abertura, apenas podían aguantar en pulso por más tiempo. Todos parecían resistirse a dejar caer el peso al suelo, quizás por superstición, pero al final, uno a uno, empezaron a levantar ese pequeño polvo que producía el contacto de la tela con la tierra. “Uffs” decían muchos. Habían sido muchos kilómetros cargando por el camino, y muchos minutos esperándole a la puerta. Pero seguía sin aparecer.

Todos se habían encontrado por una parte del camino u otra. Varios de sus puntos de partida compartían rutas y eso había hecho el largo penar de las millas un poco más agradable. Los más jadeantes eran aquellos diez encargados de la zona Este, donde las montañas les habían obligado a abandonar la caballería mucho antes de lo que hubieran deseado. Bajándose de sus monturas, como tarde o temprano habían tenido que hacer todos, cargaron los pesados enseres sobre sus quejumbrosas espaldas. Tan sólo la esperanza en que la mercancía del resto de compañeros hiciera aumentar la ganancia propia lograba darles fuerzas suficientes para aguantar el dichoso peso.

Comenzaba a llover insistentemente descargando ese respirar contenido de la atmósfera, y quienes cargaban en su mayoría telas preciadas buscaron refugio en algún saliente de la roca. Nadie les disputó el puesto, claro. Cuando comenzaron los murmullos y los cuestionamientos sobre la necesidad de buscar posada en el pueblo más cercano e incluso sobre qué pueblo era más cercano y sobre la conveniencia de ir todos juntos o por separado, apareció él.

Con mucho, el más bajo de entre todos, su figura era la más frágil. Con gafas de cristal gordo y una calva de esas que se quedan a mitad de cabeza, como si la calvicie se lo hubiera pensado mejor a mitad de camino. Unas prominentes arrugas le hacían de tupé y lograban infundirle una gran respetabilidad cuando hablaba con seriedad. Las mismas arrugas que lo delataban cuando, en situaciones como esta, trataba de ocultar su propio desconcierto. No venía cargado con ninguna bolsa de tela, pues su cometido no era ese. Caminaba despacio, mirando directamente a la roca y rascándose insistentemente la calva arrugada, que parecía tener textura de piel de patata.

Al aparecer en su campo de visión, todos, los treinta y nueve, empezaron a mirarse esperanzados. Ahora acabarían los pesares, se decían con la mirada. Llegaba la parte más dulce, expresaban sus sonrisas. Sin embargo él parecía no haber reparado en la presencia del impaciente grupo. Ensimismado en sus pensamientos, murmurando por lo bajo la misma frase una y otra vez, todavía inaudible para ellos, daba varios pasos en su dirección y luego, de repente, volvía sobre sus pasos como recordando algo. Pero no encontraba lo que buscaba, y eso hacía que las buenas perspectivas del grupo comenzaran a convertirse en especulaciones individuales que buscaban complicidad grupal en las miradas de los demás.

Poco a poco él se acercaba al grupo. Acelerando los pasos, con la mirada vuelta hacia ellos pero con los ojos vacíos salvo por un recodo de la piedra, levantó el dedo índice de la mano derecha indicando que, ahora sí, había recordado. Llegado al punto en cuestión de la roca, todos los que allí estaban se apartaron para dejarle acercarse. Posó sus dos manos húmedas sobre la fría piedra. El agua que caía rodaba por entre las arrugas de sus diminutas manos. La vista pendiente de reconocer un saliente tantas veces acariciado. Miraba sin girar el cuello, sólo moviendo sus ojos en las concavidades. Finalmente sonrió para sí mismo, dio un par de pasos atrás y, acompasando un movimiento bascular de su dedo índice, de arriba abajo, dijo en voz alta la frase que todo el camino venía repitiendo.

- ¡Ábrete Sésamo!

Todos aguantaron la respiración. Se volvieron a cruzar miradas y sonrisas de nerviosismo y de entusiasmo. Y aguantaron con los puños cerrados los eternos cuatro segundos que pasaron hasta que él volvió a hablar para sí mismo.

- ¿Dónde se habrá metido esa maldita cueva?

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