El escondite

>> lunes, 25 de mayo de 2009


No tenía nada de especial el parque. Jaime acudía cada tarde. Veía a muchos de sus compañeros de clases, a otros niños y niñas con los que jugar. Los columpios. La pelota. Correr por el césped. A los cinco años de edad es fácil divertirse con cualquier cosa. No se presta atención a demasiadas cosas más allá del propio universo.

Uno de sus juegos favoritos era el escondite. Jaime conocía un escondite perfecto. Cuando sus compañeros de diversión contaban hasta diez, él corría veloz debajo de un arbusto con forma de cuenco invertido, se tiraba al suelo y se introducía bajo sus ramas, quedando oculto para el mundo. Un lugar perfecto en el que jamás le encontraban y desde el que salía, una vez que se aseguraba de que no había nadie a su alrededor, para salvar a sus amigos. Una destreza que le hizo ganar una enorme popularidad. ¡El mejor jugando al escondite!

Jaime adoraba bajar cada día de verano al parque. Podía jugar más tiempo ya que los días eran más largos. Corría, chillaba, reía y, sobre todo, se escondía de las miradas de sus amigos cuando le buscaban en el escondite. A veces, sólo para ver qué hacían los demás niños, era capaz de esperar hasta el último momento para salir y sorprenderlos a todos. Era, sin duda, su juego.

Un día, de pronto, cuando Martín, otro de los niños del parque, contaba hasta diez apoyando su cabeza contra el tronco de un árbol, Jaime se percató que de una niña, una tal Marta de la que poco sabía, se dirigía a su escondite favorito. Sin dudarlo la siguió de cerca para ver si se metía bajo su arbusto. Y así lo hizo. Sorprendido, Jaime no pudo sino correr en busca de un nuevo lugar en el que protegerse de la mirada de un Martín que ya debía haber acabado su cuenta. Aunque no fue el primero en ser encontrado, lo cierto es que Jaime no pudo aparecer en el último momento para salvar a sus compañeros. Fue descubierto en quinto lugar. Toda una novedad. Jaime había sido destronado por Marta que, naturalmente, salió la última con el consiguiente reconocimiento de sus amigos de juego. Jaime rabiaba en su interior ante las burlas de aquellos que hasta hace un sólo día le admiraban. Sin embargo, tenía la firme convicción que al día siguiente el orden se reestablecería. Él ocuparía su habitual escondite y Marta encontraría otro. Así de sencillo. Y se fue plácidamente mientras su madre le cogía de la mano.

Sin embargo, el día siguiente llegó y lo hizo con una repetición de la jugada de Marta. Nuevamente, cuando Jaime se disponía a dirigirse a su escondite, vio como la pequeña se volvía a adelantar y quedarse con su escondite perfecto. Él, naturalmente, no se atrevía a decirle nada a Marta. Si reclamaba la propiedad del arbusto ella podría decírselo a los demás y todos conocerían el lugar perfecto. Dejaría de ser especial. Al menos ahora, era sólo una persona la que lo conocía. Un daño menor.

Al día siguiente Jaime corrió por el pasillo de su casa hacia la entrada donde le esperaba su madre dispuesta a llevarlo al parque. Como si nada hubiera ocurrido los días anteriores, se reunió con sus compañeros que no dejaron de recordarle que había perdido en su juego favorito dos veces seguidas. Las mismas en las que una nueva reina emergente había triunfado. Pero nada alteró el rostro al pequeño Jaime. Otro de los niños emprendió la cuenta atrás y Marta, unos pasos delante de Jaime, corrió con cuidado hacia el arbusto secreto. Él, que ya imaginaba que esto sucedería, buscó otro lugar en el que esconderse.

No podía ser de otra manera. Jaime fue encontrado y Marta volvió a triunfar. Él, como uno más de sus compañeros, felicitó a la niña e inició otros juegos. Algo que sucedió varios días seguidos. Tiempo en el que Jaime fue observando a la niña que le había robado su gloria. Una niña castaña, ojos claros, de aspecto frágil y con una enorme sonrisa de dientes separados. Sin quererlo, se vio mirándola con total embriaguez mientras cada día se alejaba cruzando la calle camino de su casa. Nadie la acompañaba. Se preguntaba por qué nadie venia a buscarla. No podía imaginar que un día, de pronto, su madre no le cogiera la mano y le llevará a su casa. Aquella imagen le inquietó. Qué tendría aquella niña para ir sola a casa cada tarde.

Al día siguiente, después de perder en el escondite, Jaime volvió a sus otros juegos. Distraído en ello, se percató de que Marta se marchaba. La siguió hasta la entrada del parque y cuando empezó a cruzar la calle gritó su nombre: ¡Marta! La niña se giró, le miró y le sonrió. Él no hizo nada. Sólo esperó a que el coche que venía acelerando intentase frenar sin conseguirlo. La niña desapareció entre el estruendo del frenazo y el golpe de su pequeño cuerpo contra el morro del vehículo. La gente empezó a correr hacia la calle. Jaime desapareció ante una marea de gente que no paraba de gritar, sollozar, buscar ayuda y recoger a sus hijos.

Pasaron unos días sin ir al parque. Las madres se llamaron unas a otras intentando discernir cuando sería el momento adecuado para volver a llevar al parque a sus hijos. Un día, de pronto, la madre de Jaime le pidió que se vistiera para ir al parque. Así lo hizo. Cogió a su madre de la mano y fue tranquilo hasta el parque. Ella le pidió que tuviera cuidado. Él prometió tenerlo y se reunió con sus amigos junto al árbol en el que realizaban la cuenta atrás de su juego favorito. No estaban todos los niños pero sí los suficientes como para volver a jugar. Sin acordarse de los ausentes, uno de ellos inició la cuenta. Jaime, como era su costumbre, se ocultó en su escondite secreto y ganó el juego. El orden se había restituido y la sonrisa volvió a su rostro.

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